Mateo 22: 15-22
El enfrentamiento entre Jesús de Nazaret y el Imperio romano es una pelea oculta, tergiversada, silenciada y dosificada en los cuatro Evangelios. Cada evangelista se las arregló para disfrazar este duelo a muerte y narrarlo eludiendo la censura imperial. Es por esto, que esta batalla decisiva debemos intuirla, olfatearla, rastrearla y descubrirla. Y esto no es tarea fácil.
No obstante que fue la batalla principal de Jesús de Nazaret, se ha vuelto invisible. Poderosos intereses de sectores imperiales, y posteriormente, del mismo cristianismo institucionalizado y asimilado al imperio, se preocuparon por ocultar este tesoro de rebeldía de los ojos de los humildes, por arrebatar esta memoria subversiva, esta herencia de lucha y de dignidad.
Y debemos de reconocer que casi lo logran, tuvieron mucho éxito en su labor ideológica de borrar la memoria rebelde de Jesús de Nazaret. Es bastante difícil reconstruir a partir de indicios lo que seguramente fue una pelea muy fuerte y decisiva. Pero no nos queda otra alternativa que asumir este reto para recuperar la esencia del mensaje de Jesús.
A juicio nuestro, la comprensión del mensaje y praxis de Jesús de Nazaret pasa necesariamente por asimilar el contenido antiimperialista de su Palabra de vida. Es en el combate contra el imperio romano que descansa el corazón de la doctrina de Jesús, el rebelde que desafió al imperio.
En los Evangelios se narran los debates teológicos y políticos entre Jesús y los ideólogos del sistema colonial, los saduceos y fariseos. Estas discusiones focalizan en los puntos más controversiales de la vida política de esa sociedad. Los espíritus colonizados de los saduceos y fariseos observaban con temor el ascenso de la popularidad de Jesús, y mandados y protegidos por sus amos coloniales, se dedicaban a conspirar para eliminar a Jesús y golpear así la esperanza del pueblo judío en la liberación.
En este texto, estos intelectuales coloniales deciden interrogar a Jesús no sobre cuestiones teológicas, como anteriormente lo habían hecho, sino directamente sobre su posición política ante el Cesar, ante el Emperador romano. Y con respecto a uno de los aspectos más repugnantes de su ocupación militar, el pago de impuestos, que era percibido por la población como el símbolo máximo de la humillación colonial y naturalmente, era ampliamente repudiado.
Jesús les da una respuesta categórica y ambigua a la vez. Les pide que le muestren la moneda con la que se pagaba el tributo, el denario romano. Y les pregunta: ¿de quién es esta cara y el nombre que aquí está escrito? Le respondieron: del Cesar, del Emperador.
Pues den al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios. Esta respuesta los deja estupefactos. Por una parte, se reconoce la autoridad del poder romano, pero por la otra se manifiesta la superioridad de Dios. El problema es que en esa época el Cesar era considerado Dios y él mismo se lo cría y exigía obediencia, tributo y culto.
La posición de Jesús es radical. No se anda por las ramas, denuncia el coloniaje y la opresión romana. Dios es el Dios de la justicia y de los pueblos oprimidos, es Yahvé el Dios que liberó al pueblo de la esclavitud en Egipto, y esta por encima del Cesar. Es superior al Cesar.
La posición de Jesús es prudente. Expresó con claridad su punto de vista pero no comprometió ni su seguridad ni la del Movimiento que representaba. No cayó en la provocación urdida por los herodianos y fariseos.
Pero fundamental mente la posición de Jesús es antiimperialista. Rechaza al imperio romano. Rechaza su moneda, el dólar, perdón, el denario romano, rechaza su estilo de vida, el individualismo, rechaza su concepción de mundo, el racismo y la explotación del mundo colonial. Rechaza la globalización romana.
El llamado de Jesús sigue vigente: el Emperador norteamericano, perdón, romano, no es Dios. Y aunque tenga el poderío militar para amenazar a algunos países y sembrar la destrucción en otros, no es Dios. Y de eso hay que estar claros. Los poderosos no son Dios. Son personas o países que han acumulado riquezas y poder y los utilizan para abusar de los débiles.
Al final de cuentas, el Dios de la historia que es el Padre de Jesús, el revolucionario que rechazó la globalización norteamericana, se hace presente y "salvará a los humildes y humillará a los orgullosos." (Salmo 18:27) Amén.
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Rev. Roberto Pineda
robertoarmando@navegante.com.sv
San Salvador, 20 de octubre de 2002
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